“… Creo que lo lanzan el otro año,
pero, de todas maneras aun no tengo el PS5, así que no importa.” Nos dice Dani
a mí y mis compañeros de clase. Reviso la hora en mi reloj – 1:16 – parece que
el profesor viene con un retraso importante.
La clase debió haber iniciado a la
1:05, todos los estudiantes nos encontramos afuera del salón de clase,
esperando a entrar a dos largas, y sin lugar a duda aburridas, horas de
“fundamentos del pre cálculo”.
En el pasillo se escuchan los
murmullos de las conversaciones que sostienen mis demás compañeros de curso,
separados en los variados grupos que suelen crearse en el ambiente colegial. En
una formación de circulo me encuentro yo… esto… ¿aún no me presento, verdad?
Mi nombre es Edward, pero casi todo
el mundo me llama Ed. Tengo 18 años y estoy cursando el último año del colegio;
como dije me encuentro a las afueras de la clase de matemáticas, la última del
día viernes. Como es normal, a pesar de estar a punto de entrar a la clase más
tediosa del currículo, la gente tiene ese tono de alegría que solo puede ser
causa del fin de semana que se avecina.
A la espera de que llegue el
profesor, me encuentro con mi grupo de amigos, el ya mencionado Dani, o Daniel,
un chico alto, con piel morena y un cabello liso que se encuentra peinado hacia
un lado, unas facciones finas y unos ojos rasgados que lo hacen ver amigable.
Es bastante popular con las chicas del curso, lo cual le recriminamos yo y mis
otros amigos a modo de broma, aunque no puedo evitar sentir cierta “honestidad”,
y hostilidad tras estos ataques.
A su lado se encuentra Andrew, de
apodo Andy, con su pálida piel y su cabello negro y largo; cabello que le suele
traer problemas con los miembros de la facultad y el profesorado, quienes
insisten que “…no se ajusta al código de vestimenta del colegio…”; no obstante
su personalidad y actitud despreocupada le parecen haber permitido mantener su
cabello de esta manera durante todo el año.
Entre Andrew y yo, se encuentra Leonardo,
al cual solemos llamar Leo, con su figura delgada, su pálido rostro sobre el
cual se encuentran un par de gafas, y un
pequeño mechón rubio que sobresale de su rizado cabello y le recae sobre la
frente. Es quizá el chico más inteligente del curso, sin embargo no se comporta
como un “esnob” y de hecho es bastante abierto a todo tipo de conversación y
actividad juvenil que se le plantee.
Por ultimo estoy yo, con mi
estatura promedio, mi cabello de un castaño oscuro, ondulado e imposible de
peinar; unas facciones que no me hacen el más guapo del mundo (nariz
ligeramente aguileña, ojos de un café tan oscuro que no sobresaltan ni sobresalen,
y una cara redondeada que, según me han dicho, me hacen parecer bastante
“gracioso”, lo cual parecía no tener la intención de ser un insulto, pero que
me ha carcomido desde entonces).
Mientras mis amigos siguen hablando
avivadamente sobre videojuegos (quizá mi hobby favorito junto a la lectura),
pierdo el hilo de la conversación. Mis ojos siguen los movimientos del castaño
cabello de Julia, una chica pequeña (quizá de 1.55 m. de estatura), con unos
redondos glúteos, unos pechos modestos y unas facciones que a pesar de no ser
particularmente sensuales, la hacen ver sumamente atractiva. Ojos de un azul
muy claro, labios lo suficientemente grandes, una nariz pequeña con una
adorable forma de botón en la punta, y un puñado de pecas que parecen iniciar
en el puente de su nariz y se riegan elegantemente sobre sus mejillas.
Sin lugar a dudas se dirige a su
grupo de amigas, pero al pasar junto a nuestro grupo no puedo evitar notar que
me ve por unos segundos y me dedica una pequeña sonrisa.
Llega tarde, como es usual, pero
como también parece ser usual la suerte la acompaña, pues unos segundos después
de su entrada llega el profesor, sudoroso, murmurando excusas sobre su tardanza
a la desinteresada multitud que forma el estudiantado. Todos lo seguimos al
interior del salón y tomamos nuestros asientos designados a la espera del
inicio de lo que muchos debemos considerar el peor tipo de tortura.
Me siento en mi pupitre, en la
esquina derecha del fondo del salón. Junto a mí una ventana me permite observar
el despejado cielo azul que hace alardes de una soleada pero fresca tarde de
octubre. Frente a mí, tomando su propio asiento, espío el lacio cabello de
Julia.
Aunque no podría decir que es mi
amiga, pues rara vez conversamos fuera de clase, las diversas asignaciones y
trabajos en pareja de este curso en particular han hecho que me acerque a esta
hermosa chica.
Luego de poner sus cosas sobre la
mesa, se vuelve hacia mí y me pregunta sin rodeos: “¿Pudiste terminar los
ejercicios?”.
Rápidamente se forma un vacío en mi
estómago. ¿Cómo pude olvidarlo cuando hoy corresponde la revisión? Julia debe
haber notado mi expresión de sorpresa, pues de lo siguiente que soy consciente
es que me está dando su cuaderno con las soluciones.
- “Copia rápido, de todas formas somos
los últimos a los que llama.” No es la primera vez que nos copiamos, ya en
otras ocasiones Julia me ha sacado de un apuro, y yo he hecho lo propio, con
menor frecuencia he de decir…
- “Gracias, te debo una.” Le digo
por lo bajo
– “Lo sé” me responde con una sonrisa.
En el entretanto el profesor se
coloca al frente del salón y con su monótona voz nos indica:
- “Empiecen con los ejercicios del
capítulo 6, estaré llamándolos para hacer la revisión individual de los
realizados el martes.” Se sienta en su escritorio y aclama:
-“Señor Rossi (mi apellido), pase por favor.” En
cuanto las palabras salen de su boca Julia se vuelve para mírame con una
evidente expresión de desconcierto.
La misma emoción siento en mi
interior mientras observo la patética página del cuaderno en la cual únicamente
se encuentra plasmado uno de los cinco ejercicios que olvidé hacer. No soy el
mejor en matemáticas, y sé que este despiste me podría costar hasta un 5 por
ciento de la nota.
El profesor es un hombre justo,
otorga el porcentaje aun si el resultado o el procedimiento son incorrectos,
pero no tolera los trabajos incompletos, a los cuales suele colocar un
brillante y rojo cero.
La frustración hace que deba cerrar
los ojos por unos segundos y dar un silencioso pero largo suspiro. La voz del
profesor, que debe haber intuido mi casi imperceptible demora, rápidamente me
devuelve a la realidad:
-“Si no terminaron el trabajo ni si
quiera venga a mi escritorio, ya saben que puntuación les corresponde…”.
Efectivamente, lo sé. Me obligo a
abrir los ojos para mirar mi hoja y pensar en alguna excusa de por qué hacen falta
esos estúpidos ejercicios… cuando me doy cuenta de que todos ellos se
encuentran desarrollados en la hoja sobre la cual, hace unos segundos, no había
ni un rastro de tinta o grafito.
Restriego mis ojos pensando que
estoy teniendo una alucinación. Pero todo sigue ahí, la tinta indeleble y el
grafito con los rasgos ligeros que me han criticado diversos profesores.
Indudablemente es mi letra, pero ¿Cómo? No solo no recuerdo haberlo hecho, sino
que las hojas vacías que presencie hace un momento hacían fe de mi
irresponsabilidad.
Toco el papel con cierto temor,
todo se siente normal, incluso la…
- “Ed, el profesor te está llamando
para la revisión.” Las palabras de Julia me sacan de mi fijación con las respuestas
que parecen haber salido de la nada. Mecánicamente me levanto y me dirijo al
escritorio del profesor con mi cuaderno abierto en esas misteriosas ecuaciones.
Mientras deposito mi cuaderno en la
superficie de vidrio frente al profesor, este me ve a la cara y con un tono
compasivo que nunca le había escuchado me pregunta:
- “¿Está usted bien? Tiene un tono
pálido muy preocupante, debería ir a la enfermería para que lo vean…”
Hasta escuchar estas palabras soy
consciente del punzante dolor de cabeza que tengo. Decido hacer caso de la sugerencia
y disculpándome salgo a toda velocidad del aula.
Llego al baño sudando frio. El
dolor de cabeza aun no desaparece, aunque parece estar perdiendo su agudeza. Me
miro al espejo y compruebo que el profesor tenía razón, estoy pálido y
sudoroso, como si tuviese fiebre. Me apoyo en el lavamanos y cierro los ojos.
¿Cómo aparecieron esas respuestas
en mi cuaderno? Lo más preocupante es que esa era mi letra, en algún momento mi
puño dibujo las complicadas ecuaciones que requería el capítulo 5 que
trabajamos el martes.
Siento que me estoy volviendo loco,
y las oleadas de dolor en la sien parecen renovar sus energías, sacándome un
quejido apenas audible. Aun con los ojos
cerrados abro la llave y me lavo la cara. La fría agua me devuelve un poco de
la cordura que en menos de 5 minutos parecía haberse esfumado por completo.
Empiezo a controlar mi respiración, dándome cuenta en el proceso de lo agitado
que estaba, y el dolor de cabeza poco a poco se va.
Una voz femenina llama desde fuera
del baño.
– “Ed ¿Estás ahí?”.
Abro los ojos para verme al espejo
y respondo con toda la tranquilidad que este mareo me permite: “Si, salgo en un
momento.”
Me vuelvo a lavar la cara. Comprobando
en mi reflejo que ya no parezco estar muriendo de fiebre decido abrir la
puerta. Una preocupada Julia me espera afuera.
– “El profesor se molestó porque no
volvías de la enfermería, así que me envió a verificar que estuvieras bien.
Cuando no te encontré vine aquí.”
¿Se molestó? Pero si llevo fuera
menos de 5 minutos.
– “¿En serio? Creo que los 5
minutos que he estado fuera ni siquiera dan tiempo para ir y volver”. Le
respondo, con una sonrisa forzada que pretende esconder el malestar que aun
abunda en mi interior.
Con una cara de sorpresa, curiosidad
y, estoy loco o hay también un poco de temor, Julia me responde cautelosamente:
- “Has estado fuera por al menos
media hora.” ¿MEDIA HORA?! Debo de haberme puesto pálido de nuevo, porque el
tono de Julia solo expresa temor cuando me pregunta:
- “¿Te encuentras bien? Bueno, no
luces particularmente bien…”. No es temor, es culpa lo que puedo notar en su
voz.
A pesar de ser yo el enfermo no
puedo evitar asegurarle con toda la energía de la que dispongo:
- “Estoy bien, en serio.”
Su sonrisa no se corresponde con su
mirada, que aun parece algo taciturna. Como no responde nada más, y yo me
encuentro exhausto, también me reservo las palabras y simplemente nos dedicamos
a caminar juntos a clase.
Al llegar al salón, Julia le
explica rápidamente al profesor que me encontró cuando ya estaba saliendo de la
enfermería. Con la intención de dejar atrás la incómoda interacción de hace
unos momentos, le susurro:
-“Supongo que ahora te debo dos.”
Aunque no puedo ver su cara, su
tono denota la presencia de una sonrisa:
- “Lo sé.”
El sonido de una fuerte campanada
indica que son las 3:00, y con ello, el final del día lectivo. Como es viernes todos mis compañeros están
contentos y hablan animadamente sobre sus planes para el fin de semana.
Mis amigos se acercan a preguntarme
si estoy bien y si deseo salir con ellos más tarde. Me limito a contestar que
estoy bien y a rechazar la invitación argumentando que me encuentro algo
cansado.
Cansado ni siquiera se acerca a
como me siento.
La caminata de vuelta a mi hogar,
que como hoy suele ser solitaria, me obliga a meditar sobre todo lo ocurrido en
las últimas dos horas. Después de pensarlo durante el viaje, que no dura más de
20 minutos, decido que simplemente no hay una explicación posible.
Entro a mi hogar. Como es costumbre
no hay nadie, mis padres se encuentran en sus respectivos trabajos, y no
estarán aquí hasta las 5:00 de la tarde. Perfecto, sinceramente no me apetece
hablar con nadie.
Mientras me
lavo las manos y recaliento la comida cariñosamente preparada por mi madre pienso
en los sucesos de mi última clase. Mientras pondero la posibilidad de algún
tipo de intervención divina, también entra en mi cabeza la extraña actitud que
portaba Julia durante y después de lo sucedido.
Al sonar la
campana aún se le notaba triste (o quizá preocupada); cualquier otro viernes se
hubiese reunido de inmediato con sus amigas para salir juntas de la clase a
hacer quien sabe qué. Pero hoy, se volvió, me dijo una breve despedida y se
fue, completamente sola.
Las
punzadas de dolor en la sien hacen que decida dejar todo aquello de lado, comer,
y recostarme un rato.